Por <b>Alfredo Zecca</b> arzobispo de Tucumán.
“Alegrémonos todos en el Señor, porque ha nacido nuestro Salvador. Hoy descendió del cielo para nosotros la paz verdadera”. Con estas palabras la liturgia nos introduce en el misterio de la Navidad. Jesús quiere decir en hebreo: “Dios salva”. Su nombre expresa, a la vez, su identidad y su misión. Jesús es el nombre divino, el único que trae la salvación (cf. Jn 3,18).
Con el credo confesamos: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la virgen y se hizo hombre”. El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios; para ser nuestro modelo de santidad y para hacernos partícipes de la naturaleza divina. Haciéndose, en efecto, hombre como nosotros nos asoció definitivamente a su destino de gloria.
Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre (cf. Lc 2,6-7); unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esa pobreza se manifiesta la gloria del cielo: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quien El se complace” (Lc 2,14; cf. 2,8-20). Familia y paz. Esto encierra el mensaje fundamental de la navidad.
Detenernos brevemente sobre estos dos temas es fundamental en una cultura que, en gran medida, los ha perdido o que, al menos, los deja en la sombra.
“La alianza matrimonial, por el que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su propia naturaleza al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (CIC can. 1055,1). Queda así suficientemente expresado el valor – siempre reconocido por la Iglesia – del matrimonio natural y la indisolubilidad del vínculo matrimonial. Por contraste se pone en evidencia la arbitraria e inaceptable imposición de modelos de familia, – si se me permite un término vulgar – “a la carta” que, por más que estén avalados por la legislación positiva, resultan claramente violatorios no sólo de principios religiosos sino, lo que es más grave aún, del derecho natural que constituye el único fundamento racional sobre el que se puede apoyar la constitución de una sociedad verdaderamente “humana” que promueva la sana pluralidad, la legítima libertad de los ciudadanos y que, a la vez, respete el derecho natural y promueva el bien común.
La familia es, en efecto, la célula básica de la sociedad, el primer ámbito de socialización, el ámbito natural en el que se desarrollan los vínculos constitutivos de esponsalidad, paternidad, maternidad, filiación, fraternidad, que son los que, luego, darán lugar a la amistad social que sustenta la paz estable y duradera. Necesitamos hoy más que nunca afianzar esta paz social, el diálogo en torno a la verdad y el consenso que nunca la crea sino que la descubre y afianza.
La familia y la paz son valores que deben ser siempre respetados. La libertad religiosa es, en este sentido, su principal garantía y ha de ser reconocida y respetada como derecho humano fundamental. Sin religión no hay cultura ni sociedad, porque la religión es una dimensión fundamental del hombre, que surge de su propia naturaleza. La libertad religiosa, el respeto a la vida, el derecho inalienable de los padres a la educación de sus hijos, el derecho al trabajo y, en general, todo lo que garantice una “inclusión” no meramente declamada sino efectivamente lograda constituyen principios fundamentales que la Iglesia siempre reclamará al estado porque están, además, garantizados por la Constitución Nacional.
No quiero terminar estas reflexiones sin hacer mías las declaraciones del episcopado argentino al término de la reciente reunión de su Comisión Permanente y exhortar a todos los cristianos a manifestar la dimensión social del Evangelio en todas sus palabras, actitudes y acciones. En particular pido a todos que respeten y hagan respetar la religión, la familia y la paz. De cara al ya cercano bicentenario de la independencia de la Patria, como ciudadanos responsables, debemos comprometernos a hacer posible el futuro que nuestros Padres soñaron y que como tucumanos y argentinos nos merecemos. Ante el pesebre hagamos nuestra la oración por la Patria y lema del Congreso Eucarístico Nacional 2016: “Jesucristo, Señor de la historia, te necesitamos”.